El jorobado del pueblo




El jorobadito ahí estaba, recargado como siempre, en una columna del portal. Hacía sonar sus maracas con un ritmo preciso e insistente, como si jugara con las rachas de viento de la tarde arremolinadas en la plaza del viejo pueblo. Caía la tarde, rosada y amarga. Los peatones iban y venían sin prestar atención a Onofrio. Pero éste no perdía el entusiasmo y por el contrario tocaba más fuerte su instrumento ante las muestras de indiferencia.

-Unos pesos, señorita, ándele, qué le cuesta. Ayude a este jorobado alejado de la mano de Dios. Oiga, señor, ¿no me da una ayudita?

Pero Onofrio, con su giba parda que se asomaba por entre la amarillenta camisa, no causaba compasión, más bien repugnancia. Su sonrisa desdentada y rostro macilento contrastaban con la oscuridad de su protuberancia y los transeúntes lo evitaban invariablemente. De vez en cuando un alma bondadosa extendía con cierta cautela unas monedas tratando de no tocar ni un milímetro de la piel del desgraciado. Así pasaban los días, sin importar que fuera martes, jueves o domingo.

Nadie sabía de donde venía ni donde vivía. Parecía que habitaba en el portal. Se le veía en ocasiones hasta altas horas de la noche caminando por aquí o dormitando en un rincón. Aún así la estampa usual de Onofrio era su concierto junto a la columna. Alguno recordaba una tarde lluviosa coronada por relámpagos, con el jorobado inmutable sonando sus maracas mientras los pueblerinos iban y venían despavoridos tratando de evitar la llovizna. Varios que se habían refugiado en los portales escucharon la obstinada percusión que resueltamente formaba un contrapunto con el patrón rítmico de la lluvia. Pero el encanto hipnótico de la música no fue suficiente para que Onofrio consiguiera unas monedas.

-Lástima, ha sido mi mejor concierto.

Un día, una pequeña de ojos entornados, coletas y vestido azul, se acercó al jorobado y con una sonrisa extendió su mano para darle un billete.

-Vámonos, Macaria ya bajó la lluvia.

-Espérate mamá.

-¿Cuál espérate? Ándele.

Con el estirón de la madre el billete de la niña se resbaló de su mano voló con rápida elegancia y cayó por un alcantarillado.

-Lo siento, señor…

-No se preocupe, niña, ya será otro día.

Pero ese otro día no llegaba y Onofrio se veía raquítico. Cada vez hurgaba con más frecuencia los botes de basura.

-Tengo que hacer otra cosa. Las sobras no me sientan bien y me duelen las tripas, se me ponen tiesas. Pero ya sé lo que hay que hacer. Dios me perdone y nuestro buen santo señor Atanasio. Ya lo han dicho, Ayúdate que Dios te ayuda.

Así, una mañana Onofrio se encontraba recargado sobre su columna, maracas en mano. Pasaron un par de transeúntes muy apurados, pero el jorobado ni se inmutó. Siguió haciendo sus ritmos como si nada.

Al mediodía el portal estaba en ebullición; transeúntes, vendedores, ociosos leyendo el periódico, boleros y matronas escandalosas. El jorobado se sonrió con cierta malicia al ver a la mujer del alcalde caminando altiva con su sirvienta y su mozo, agitó sus maracas. La mujer cargaba una bolsa imitación fayuquera,  abstraída de la gente que pasaba a su lado. Se detuvo a imprecar a la sirvienta que se había detenido a ver un puesto de collares. Finalmente el grupo reemprendió el paso y se aproximó a la columna del jorobado. Onofrio esperó hasta tener a la mujer frente a él. Su pie hizo contacto con el tobillo de la primera dama y esta trastabilló hacia fuera del portal terminando de bruces en los terrosos adoquines de la calle. El mozo, como impulsado por un resorte la ayudó a levantarse con cierto apuro. Quedó empanizada, como milanesa, al igual que su bolsa. La gente estaba deleitada. Comenzaron a escucharse risas a lo largo del portal. La sirvienta no se pudo contener.

¡No me toques imbécil! (Trató de quitarse la tierra del vestido con unas palmadas) ¡Vámonos a la casa! ¡Ustedes de que se ríen! ¿Y tú estúpida? ¡Agarra la bolsa!

La mujer miró con desdén al jorobado.

-¡Engendro! ¡No te muevas de tu columna!

Salió caminando a gran velocidad seguida por sus servidores. Primero fue el boticario y después el lechero. Don Epifanio el de las flores y Doña Eulalia la tamalera también aplaudieron. En sólo unos segundos estalló una ovación para Onofrio. Instintivamente se acercaron a su recipiente y comenzaron a hacer fila para dejar caer monedas y hasta billetes.

“A huevo que hoy voy a la fonda de Don Temo. Con el favor de San Atanasio será la primera de varias.”


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