El lenguaje de las ensaimadas


No podía dejar de mirar la vitrina. Hacía un calor de los mil demonios y a pesar de que me derretía, con mis jugos propios mezclándose con los jugos de las baldosas pegajosas, no pude resistir esa visión. Era una vitrina como cualquier otra. La pastelería “L’alegre forner” se encontraba ubicada en el Carrer de Folgueroles, a donde mi curiosidad turística me había llevado en mis recorridos barceloneses.

Un breve recorrido por Sant Gervasi y una parada frustrada en los jardines de la Tamarita me llevó a refugiarme a ese local con aire acondicionado o por lo menos algún tipo de refrigeración o corriente de aire. Digo parada frustrada pues el follaje de la Tamarita – no precisamente exuberante- permitía el paso de los rayos del sol. Al mediodía eso era un crimen. Treinta y dos grados jocosos y chocarreros se asomaban en los termómetros de esa tarde seca. Dejé esos jardines fascinantes a la vez que decadentes, ensombrecidos por un pasado atormentado.

Miraba esa vitrina de la alegre pastelería. Algunas cocas apiladas del lado derecho reflejaban su dureza en el cristal. Unos buñuelos de cuaresma se amontonaban a la izquierda, no tenían una pinta muy fresca ¿Me pregunto de qué cuaresma habrán sido? Pero ahí al centro estaba lo que me tenía embelesado. Era un tipo de repostería o pan singular, simple pero evocador. Una especie de tira o cinta de pan enrollada en círculo, espolvoreada con azúcar glass. Tanteando las monedas que tenía en mi bolsillo decidí comprar una pieza. Con esa pinta mi horchata podía esperar. Una dependienta de ojos verdes fulgurantes pero semblante severo y voz oscura -nada relacionada con el nombre del establecimiento- se acercó con gesto de Palas Atenea en su versión marmórea más rígida.

“Què vol?”

“mmm… ¿Me podría dar un pan, de esos circulares, por favor?

Comenzó a introducir unos buñuelos en una bolsa.

“No, no, de esos circulares”

“¿Cuáles circulares? No tenemos de esos”

Una mujer rubicunda se acercó al escaparate “Em duc totes els ensaïmades”

La dependienta tomó una bolsa de mala gana y procedió a llenarla de panes circulares. No quedó ninguno. La matrona pagó jovialmente y se fue, comiendo por supuesto.

“Pero si yo le pedí de esos panes” dije en castellano voluble.

“Es duu els bunyols o no?” Se limitó a decir la tipa.

Mostrando dignidad intenté salir por la puerta de la panadería. Me tropecé con una silla y salí a gatas. Derrotado, concebí mi venganza.

Al día siguiente pasé la mañana en el Tibidabo, un lugar más fresco. Por la tarde regresé a “L’ alegre forner”. La dependienta del día anterior no estaba. Una mujer morena y diminuta me atendió viendo de reojo casi a ras de la vitrina.

Tomando mis anotaciones tácticas le dije “Bona tarda, una ensaïmada si us plau”

“Mira manito, no se que me estás diciendo. No hablo ni catalán ni francés. Espanich plis”

“Mph… Me puedes dar una ensaïmada?

“¿Y eso qué es? Vaya usted a saber”

“Es ese pan enrollado en círculos espolvoreado de azúcar glass” le instruí.
“¿Qué glass?

“Eso blanco es azúcar glass” dije indicando impacientemente con el dedo.

“Ándele ¿Qué le cuesta señalármelo? No todos llevamos viviendo mucho tiempo aquí… ¿Es usted mexicano? Suena como mexicano... Déjeme ir por las pinzas”

Voltee hacia la calle, llevándome las manos a las sienes. ¿Es que es tan difícil comprar una ensaïmada?

“Aquí está joven” me dijo la mini dependienta extendiéndome la bolsa. Consultó un listado de precios. “80 céntimos por favor”. Le di las monedas con cierta brusquedad, en el más puro estilo enfadado latinoamericano.

“Que tenga buen día” alcancé a escuchar al salir. Caminé dos cuadras hacia abajo y abrí la bolsa. ¡Finalmente probaría la dichosa ensaïmada! ¡Un Momento! ¿¡¡¡Qué era esto!!!? ¡¡Un alfajor o polvorón!! Con lo de las pinzas había perdido de vista la ensaïmada. Desencajado caminé calle arriba. Estaba acalorado, física y espiritualmente; lo que le diría a esa diminuta mujer. Al entrar en el establecimiento, una vez más, reparé en la ausencia de la pequeña dependienta ¿Dónde se abría metido? En su lugar estaba la mujer adusta del otro día. Atendía a un hombre güero, corpulento con bermudas, calcetas y zapatillas. Casi podía apostar que era estadounidense. El local rebosaba de conversación. Hombres y mujeres hacían una pausa de trabajo para disfrutar un café. Y es que en Barcelona el café es a los catalanes lo que el té es para los ingleses. Ambas costumbres se podrían perder en la noche de los tiempos si no fuera por el inconveniente que los productos llegaron de otras tierras en tiempos de conquista.

La conversación entre la encargada y el posible-gringo estaba en un nudo babélico.

“No li entenc, no parlo anglès” dijo la encargada.

“I just wanna one of those pancakes”

“No segueixi, no entenc, no e n t i e n d o”

“Just give me one of those god damn pancakes” dijo el hombre. Estaba más rojo que una ciruela de mercado. Manoteando señaló la única ensaïmada que quedaba. ¿Por qué el grueso de angloparlantes no puede hacer un esfuerzo de aprender otras lenguas? Esta reflexión y mi codicia irrefrenable por una ensaimada me accionaron a actuar – pasando por alto el descomunal volumen del sujeto.

“Ah, no, esa ensaïmada es mía”

“¡¿What?!” se volvió el hombre.

“Me ha dado el pan equivocado”, reté a la vendedora.

“No acceptem devolucions, no aceptamos devoluciones”

“¿What are you saying? ¿Can you translate?

Fuera de control, me abalancé sobre el mostrador, de un salto pasé al otro lado –ante la sorpresa de la dependienta- y abriendo la vidriera tomé la ensaimada con la mano, la dividí en tres, di una parte al gringo, otra a la dependienta (no sin antes darle un beso en la boca que la dejó sin habla) y me quedé la parte que era ligeramente más grande (el que parte y comparte se queda con la mayor parte). Atónitos, asustados, perplejos. Así quedaron los comensales, la vendedora y el hombretón angloparlante. Con una gracia digna de la edad de piedra, el gringo dio un mordisco a la ensaimada. La dependienta, una vez recuperada del beso, encogió los hombros e hizo lo propio con su pedazo. Finalmente me metí a la boca mi trofeo. Un suspiro de placer en tres idiomas y tres matices se escuchó a través del establecimiento. Esas ensaimadas si que se desintegran en la boca...

“Donne moi un café, sil vous plait” Se plantó un hombre delgado de nariz generosa en el mostrador. Nadie reparó en su presencia, no se si se retiró o se evaporó. Estábamos compartiendo un significado universal…

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Estimado Ricardo:
Creo que todo lo que hiciste por un bune pan, como mencionan que es valio la pena. Aun así tenemos que educar a nuestros anglosajones a que el mundo es más que el Inglés.

Saludos

Eric

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